Familiares y amigos le hacen luto a Angie Paola Tovar Calpa, una joven de 26 años, oriunda del municipio de Guachucal (Nariño) y estudiante del último semestre de Ingeniería de Minas en la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, ha generado una profunda tristeza e indignación en todo el país.
Angie desapareció el pasado 27 de agosto, cuando viajaba desde su tierra natal hacia Medellín para retomar sus actividades académicas. Se movilizaba en un vehículo de carga pesada junto al conductor Adrián Marcillo, quien también fue reportado como desaparecido.
De acuerdo con las primeras investigaciones, la joven fue interceptada en un retén ilegal en la vereda El Túnel, zona rural entre Popayán y Piendamó (Cauca), por un grupo armado ilegal vinculado a la disidencia Dagoberto Ramos de las FARC. Desde ese día, su familia y la Universidad Nacional denunciaron el secuestro y exigieron su pronta liberación.
Pasaron cincuenta y siete días, cerca mil trescientas sesenta y ocho horas, tiempo marcado por el silencio, la incertidumbre y la esperanza. Pero ese silencio se rompió de la peor manera: en los últimos días, las autoridades hallaron un cuerpo en zona rural del Cauca, que tras las verificaciones forenses fue identificado como el de Angie Paola.
La noticia estremeció a la comunidad universitaria, a los habitantes de Guachucal y al país entero. En su municipio natal, las calles se llenaron de velas, flores y lágrimas, mientras familiares, amigos y vecinos exigían justicia y clamaban por el fin de la violencia que sigue arrebatando la vida de jóvenes inocentes.
En un comunicado, la Universidad Nacional de Colombia lamentó profundamente su fallecimiento, expresó su solidaridad con la familia y pidió a las autoridades “actuar con celeridad para esclarecer las circunstancias del crimen y garantizar que hechos como este no se repitan”.
Sin embargo, lo que más duele no son solo las cifras o los comunicados, sino la sensación de costumbre ante el horror.
Una estudiante secuestrada y asesinada en pleno 2025, y un país que salvo su familia y su universidad guardó silencio.
Porque mientras los grupos armados siguen imponiendo miedo con brazaletes y banderas, la sociedad parece haberse resignado a ver cómo la vida se vuelve desechable.
“Nos acostumbramos a que disponer de la vida sea normal, a que dependiendo de la víctima, el dolor tenga más o menos eco”, expresó un docente universitario durante una vigilia en Medellín.
Hoy, Angie Paola Tovar Calpa no es solo un nombre más en la lista de víctimas del conflicto: es el reflejo de un país que no puede seguir callando, que debe exigir respeto por la vida y justicia frente a la barbarie.
Nariño llora, Medellín llora, y Colombia entera debería hacerlo también. Por Angie, por sus sueños interrumpidos y por todas las vidas que la violencia sigue apagando en silencio.




